viernes, 22 de julio de 2011

Mala hierba. Pio Baroja

         Manuel Alcázar continúa su lucha por la vida. Y debe de pensar que también, en lo que se refiere al asunto de ganarse el sustento, en la variedad está el gusto. Si en La busca había probado el oficio de zapatero, el de chico para todo y el de ropavejero, ahora le toca el de modelo, el de cajista y hasta flirtea con el mundo de la publicidad. Cualquier cosa que provea de cama y comida. Mala hierba se inicia con una visita al mundo de la bohemia. Nos introducimos en él con el periodista Roberto, ambicioso y vitalista personaje al que conoció Manuel en la pensión donde trabajaba su madre. No estamos entre intelectuales descollantes, ni reputados pintores, si no gente con gustos artísticos, muchas pretensiones, con cierta cultura, algunos pobres y otros menos. Y con unas costumbres y hábitos que hoy en día también identificamos con estos ambientes: se bebe mucho, se trasnocha mucho y se cambia de todo mucho.  Baroja parece que no lo ve con buenos ojos. La falsedad, a sus ojos,  corre fresca en estos ambientes.
“Eran casi todos ellos de malos instintos y de aviesa intención. Sentían la necesidad de hablar mal unos de otros, de injuriarse, de perjudicarse con sus maquinaciones y sus perfidias, y al mismo tiempo necesitaban verse y hablarse. Tenían, como las mujeres, el afán de complicar la vida con las miserias y pequeñeces, la necesidad de vivir y desenvolverse en un ambiente de murmuraciones y de intrigas”
(Ojo al comentario sobre las mujeres¡¡¡)

       Quizás, tengo que decir, en esta primera parte de la novela a veces he tenido la impresión de perderme un poco entre sus personajes. Eso si, el autor, para que cambiar, sigue con su estilo descarnado. Frases cortas, descriptivas, austeras y duras. Pocas florituras. Leo en los los especialistas y biógrafos que tenía algo (o mucho) de pesimista. La vida, dicen, se presenta como tu la quieres mirar. Y la mirada de Baroja, por lo menos en estos dos primeros libros de la trilogía es una mirada atravesada, que simpatiza poco con la mayoría de sus personajes y nada con la sociedad de su tiempo. La verdad es que la vida que llevan no invita al optimismo. El protagonista, Manuel, quiere cambiar, quiere ir por el buen camino, es lo suficientemente inteligente como para planteárselo, pero se lo ponen difícil. Un paso en falso y acabas en la calle o incluso en un calabozo.
           En la segunda parte, como no, vuelve a las malas compañías. Las que conoce gracias (o desgracias) a su primo Vidal que le presenta a gente de lo más variada en lo que al delito se refiere. Otra vez deja el centro de la ciudad para acercarse a los arrabales y al ya citado y desaparecido barrio de las Injurias.
          Por cierto, el retrato del Madrid de su tiempo, como no,  es inigualable. Muy sorprendente y curioso resulta seguir el trajín de la prostitución. Como observar lo aparentemente fácil que podía ser acabar “haciendo la calle”. Al igual que Manuel flirtea con el delito y está a un paso de hacerse un profesional del gremio delictivo, muchas de las mujeres que conoce, sobre todo las más humildes están siempre al  borde de engrosar lo que llaman el oficio más viejo del mundo. Para muchas es la única solución, como lo es también hoy en día, para ganarse la vida. Pero más curioso  resulta observar el acceso a estos servicios carnales.  Se habla de un  escándalo de mujeres de alta alcurnia que enviaban sus fotos, a modo de catálogo. Debe de ser el equivalente de la “prostitución de lujo”. Lo curioso es la ambigüedad. Las prostitutas se mueven en casi todos los lugares. Lo son y no lo son. Para muchas era un empleillo con el que ganarse unos cuartos.
Y así entre bohemios, delincuentes y prostitutas sigue la vida de Manuel. A ver que nos depara la última entrega de la trilogía.

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